martes, 16 de diciembre de 2008

Aquella escuela


Reconozco que siempre me ha gustado oír esos cuentos y chascarrillos. De jóvenes disfrutábamos de la conversación de abuelos y mayores que, a su vez, supongo yo, gozarían de nuestra presencia. Aquellos cuentos, aquellas historias reales o inventadas, no se me han olvidado jamás. Y las he contado a cuantos se hallaban receptivos siempre que ha surgido la oportunidad. «Eso le pasó a uno de mi pueblo», decía con orgullo mal disimulado, porque, para bien o para mal, las historias con las que me quedé, los cuentos que incorporé a mi memoria, fueron aquéllos que inconscientemente conformaban una identidad, la mía y la de ellos, que nos daba un aire desenfadado, alegre, muy propicio a reírse de uno mismo, de todos nosotros. Aquella literatura estaba llena de personajes ficticios y a la vez tan reales que, a nada que se investigara un poco, siempre habría quien te señalaría: «Eso le pasó de verdad a…». Y si ibas un poco más allá de tu tierra, resulta que te podías encontrar con la misma historia contada con pequeñas variantes, que también «le sucedió de verdad» a otro vecino lejano. Así que –nuestro gozo en un pozo- la simpleza y el chascarrillo parecían repetirse, del mismo modo que la pretensión de identidad fundada en su contenido.
¿Cuál podría ser entonces la base de ese “sentirse bien” oyendo y repitiendo tales historias? No era, pues, ni el fomento de un localismo (o provincianismo o nacionalismo a otras escalas) con unas raíces específicas, ni el elogio de un carácter propio de los habitantes de cada población. A mi juicio, el asunto era más sencillo. Los rasgos distintivos de la naturaleza humana han sido estudiados desde numerosos puntos de vista, pero creo que es la capacidad de contar, de relatar, uno de los más significativos. Si a esa peculiaridad añadimos la finalidad de provocar la sonrisa o abiertamente una sonora carcajada, tenemos un binomio tan antiguo como la propia humanidad. El animal empieza a hacerse humano cuando tiene conciencia de sí mismo y muestra una preocupación tanto por el ser querido que ha muerto como por el más allá. Pero esto no basta. Algunos elefantes son capaces de reconocerse ante un espejo y de recordar dónde murieron algunos de sus congéneres. Algo parecido hacen ciertos primates, a los que sin duda también hay que reconocerles su capacidad para la risa o, al menos, las manifestaciones de contento. Así que ni la sola conciencia de uno mismo, ni las muestras de alegría ni la seria pregunta por el más allá nos hace más humanos. Admitidas las bases biológicas de la evolución, el hombre llega a serlo también en la medida en que es capaz de rememorar, de hacer historia, de ser historia él mismo y los suyos, con un fin básico de supervivencia, pero también de solaz, que es otra forma de sobrevivir. La historia y la risa nos hacen más humanos. La familia que con sus cuentos se ríe junta no digo yo que permanezca junta, pero imprime su “aire de familia” y ayuda a soportar pesadas cargas. El pueblo que con sus historias es capaz de reírse junto expulsa los demonios identitarios y comprende rápidamente la fragilidad de las grandes máximas, de las grandes diferencias, de que las miserias y las grandezas se repiten por doquier y son susceptibles de ser resumidas y contadas en un adagio, en un proverbio, en un refrán, en un chiste, en un pequeño cuento que, dichos de forma desenfadada, relativizan cuantas cuestiones abruman al hombre que, en ciertos momentos de su vida, deja de serlo cuando paradójicamente se centra sólo en la conciencia que tiene de sí mismo o en el problema del más allá y todo lo que lleva aparejado. Viene a mi mente la figura del filósofo griego Crisipo, que murió de risa viendo a su burro, harto de vino, intentando comer higos. Semejante imagen podría ser la clave de lo que pretendo mostrar. Que yo vuelva a rememorar tal escena, risible a todas luces, tanto por lo que respecta al burro como por lo que atañe a la estúpida y a la vez gloriosa muerte del sabio es lo que, a mi juicio, me humaniza. Pensar sesudamente en la impronta de las montañas queridas, de los alegres cantos, de la lengua de mis mayores supone un peso añadido, precisamente por la huella determinista que no hemos solicitado. Boina o barretina son sólo accesorios que tienen una función bien específica. Cada vez que veo a unos encapuchados con chapela, no puedo evitar imaginármelos con sombrero cordobés o con cachirulo. ¡Si los viera Crisipo!

El cuentecillo que sigue a continuación me lo refirió un buen contador de anécdotas. A menudo basta una sola de estas personas para guardar en su memoria y transmitir una gran parte de la literatura oral de un lugar, incluso de una comarca. Por eso es importante que, en la medida de lo posible y reconociendo las limitaciones de todo tipo que pueden surgir al plasmar por escrito lo que siempre se contó oralmente, intentemos recoger aquellos cuentecillos que de otra manera se perderían irremediablemente. ¿Quién, si así no fuera, podría recordar a Teodoro y aquel obispo tan amante de la moral que se impartía en las escuelas?

La visita del obispo y el saludo de Teodoro

En aquellos tiempos en que la vida de los pueblos transcurría sin mayores sobresaltos, la llegada de alguna autoridad, civil o eclesiástica, hacía que se pusieran en marcha todos los resortes y mecanismos que manejaban los que entonces se conocían como las fuerzas vivas de la localidad: alcaldes, médicos, maestros, curas párrocos o terratenientes.
En aquel pueblo se iba a recibir al señor obispo, seguramente con motivo de la confirmación de algunos mozalbetes. Todo se había previsto y, a tal fin, al maestro encargado de la escuela se le conminó a que realizara los preparativos para dar la bienvenida a tan ilustre personaje.
Pensó don Antonio el modo más adecuado y, puesto que de escuela se trataba, nada mejor que la escuela ofreciera lo mejor que había en ella, y que resultó no ser otra cosa que la disposición de Teodoro Lahoz Cifontes, muchacho de mente despejada, trabajador incansable y dócil alumno, que se mostró encantado con la perspectiva de ser él quien diera el recibimiento acorde con la calidad de la persona que los visitaba.
Convinieron maestro y discípulo en que lo mejor sería que Teodoro recitara alguno de los discursos que tan fácilmente aprendía y que tanto gustaban a sus compañeros. A propósito le cedió el librito Discursos para ser leídos o recitados por los niños en actos escolares, de C. Fernández. La elección la dejaba don Antonio al buen juicio y mejor criterio de que siempre había hecho gala alumno tan aventajado.
Discursos para el obispo había. Dos por lo menos venían al caso. El capítulo lo mostraba expresamente: Discursos con motivo de la visita del Inspector, del Obispo ó de persona distinguida. El primero de ellos comenzaba:
«Ilustrísimo señor (ó respetable señor): Los niños de esta escuela tienen un alto honor y cumplen con un grato deber al saludar á Su Señoría con el respeto y la consideración más distinguida.
Ocupados en la escuela con el estudio y dedicados á adquirir los primeros conocimientos del saber para hacerse dignos de la patria que les da la educación, apenas si han podido todavía llegar a adquirir idea acerca de las jerarquías sociales que diferencian á unos hombres de otros, y á unas de otras clases; pero ya saben que han tenido la fortuna de nacer en una época en que las distinciones son conseguidas por medio del estudio, de la laboriosidad, del trabajo y de la práctica de la virtud: ya saben que el hombre que como Su Señoría ocupa en la sociedad un puesto distinguido, ha debido ser estudioso, trabajador, activo, laborioso, honrado, respetable por sus actos, dignos de cariño y de amor. Todavía saben muy poco...»

El discurso se extendía unas líneas más, que leyó por encima. Había dado con la idea principal de lo que quería decir. ¿Qué era aquello de que sabíamos poco de las jerarquías y clases sociales, de las desigualdades entre los hombres? ¿Y del trabajo honrado y la práctica de la virtud? «Quisiera yo decir algunas cosas...».
Teodoro, que pensaba libremente, creyó mejor surcar los caminos de la innovación –pues en esto también apuntaba maneras- y anduvo buscando entre el repertorio de su abuelo aquello que mejor vendría a su propósito.

A una semana de la visita, se mostraba inquieto y algo nervioso, pues las dudas comenzaban a asaltarle respecto a la composición que declamaría. Él se inclinaba más por recitar algo nuevo y no aquellos farragosos textos exaltadores de los valores patrios o de contenido moralizante. Quería mejor la brevedad y la esencia y para ello nada mejor que las sentencias contenidas en una cuarteta. A don Antonio le transmitió tranquilidad diciéndole todo lo contrario y que pronunciaría alguno de los archiconocidos discursos leídos con anterioridad en la escuela.
Pascual Cifontes era un vejete descreído y ajado por el paso del tiempo; lo era por ese orden, pues ya de joven se mostró rebelde y refractario, por ese orden también. Hablaba poco y reía cuando valía la pena el hacerlo, pues no era cosa de reírle las gracias a nadie si no era el caso que saliera del alma o, mejor, de la tripa. Sus dichos no tenían desperdicio y a más de uno molestaran si no fuera por que siempre los pronunció entre conocidos y gentes que lo querían bien, tipos de su cuerda que comulgaban –hay que joderse con las transferencias semánticas- con él.
Recordó Teodoro una de las rimas que en ocasiones oyera a su abuelo: A los ricos no les pidas/ a los pobres no les des/ no pidas consejo de curas/ que te joderán los tres. La inconveniencia de aquellas palabras –se dijo- era a todas luces evidente. ¿Qué otras podría recitar, qué versos más amables y apropiados para la ocasión podría recordar? De repente, lo tuvo. Eso era. La vida y el mundo reducidos a cuatro versos, donde se imitarían los anhelos del ser humano, el dinero y la vida acomodada, el trabajo ventajoso y la vida animal como trasunto de la de los hombres. Eso era.
Llegó el día señalado. El señor obispo se acercó hasta la pequeña y destartalada escuela escoltado por el alcalde y el secretario. En ella esperaban un numeroso grupo de zagales, que inmediatamente se levantaron en señal de respeto. Tras las oportunas presentaciones y un breve saludo del prelado, el maestro dio pie a Teodoro y apuntándole con el dedo le dijo: «A la tarima».
El avispado alumno respondió presto a la orden y, como si ya lo hubiera hecho otras veces, adoptó pose de rapsoda, las piernas juntas, la mano derecha al corazón y la izquierda en alto, para iniciar su discurso casi de manera inaudible:
¡Quién fuera cura en agosto...
El maestro no daba crédito a sus oídos. Quiso reaccionar a tiempo, mas Teodoro carraspeó de inmediato, tomó fuerzas y continuó ante el desconcierto general:

¡Quién fuera cura en agosto
y en septiembre molinero,
turronero en Navidad
y gato en el mes de enero!
Se hizo el silencio. Y se rompió al tiempo que una sonora bofetada impactó en la cara de Teodoro, que conoció al instante las texturas de la moral. Abandonaron el recinto las autoridades y el maestro tras ellas. Quedó Teodoro en la tarima, ausente y escocido, mientras el grupo de estudiantes procedía a la toma del aula entre el bullicio desaforado y al escarnio del valiente recitador: «¡Teodoro, culo de oro!».
Cosas de críos, convinieron unos y otros, y el asunto no fue a más.
Ya en casa, recibió la cómplice sonrisa de su abuelo al rememorar la escena. Algunos dicen que Teodoro, aún con los dedos marcados en la mejilla, le devolvió la sonrisa, también cómplice.

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