sábado, 2 de abril de 2011

TODO LO QUE APRENDÍ. AMOR Y METODOLOGÍA (III)


Seguimos con la 3ª parte de mi bioPLE. ¿Qué es eso del bioPLE? Traté de decirlo en un post anterior. La 1ª parte es ésta y aquí puedes leer la 2ª. Así que vamos allá:

Elegí letras, pues se decía que las ciencias eran para los más pitos y la autoestima no era cosa que se trabajara en aquellos tiempos. A veces me digo que todo lo que aprendí lo aprendí en aquellos tres años que pasé en Zamora, de los más felices que recuerdo.

Las cosas cambiaron radicalmente: libros de texto para cada uno, pupitres en filas, permiso para todo, nada de acudir a la papelera cuando el profesor estaba explicando -hecho que nos delataba rápidamente a los que veníamos de la laboral: Así que vienes de Cheste, ¿no?. Pues eso se ha acabado. Conocí las sesiones de estudio en las que no se oía ni el zumbido de una mosca. Recuerdo que, a pesar de mi carácter nervioso, me venían bien para organizarme el trabajo, preparme las tareas y los exámenes o simplemente para leer cualquier cosa. En la sala de alumnos escuchábamos música y siempre había tres diarios y alguna revista para leer.

Recuerdo los exámenes terroríficos a los que nos enfrentábamos. Pura memorización sobre apuntes y libros cuya extensión no habíamos conocido hasta la fecha. Me viene a la mente el tocho de ciencias naturales y su sección de geología. Una vez superado aquel examen, me convencí de que si pude con aquella barbaridad, podría en adelante con cualquier otra. No me equivoqué.

La literatura fue un descubrimiento. Pude realizar mis primeras investigaciones sobre un autor y una obra. La obligación era la de trabajar sobre una novela, una obra de teatro y un ensayo. Sin encomendarme a dios ni al diablo, elegí como novela La familia de Pascual Duarte. No me acuerdo del texto dramático, (¿Bodas de sangre?) pero el ensayo elegido -agárrate- fue La rebelión de las masas. Ni que decir tiene que no me enteré de nada. Por el contrario, el trabajo sobre Cela cundió más de lo previsto. Tanto es así, que en el último curso de magisterio, tras pasarlo convenientemente a máquina, logró una buena nota. En fin, misterios de la evaluación.

El latín y el griego los cogí con gusto. Me maravillaba el origen de las palabras y su evolución. Pero, sobre todo, llegué a comprender por medio del latín las estructuras sintácticas más complicadas.

A las actividades no lectivas se les daba la importancia que merecían. Por fin pude formar parte de un equipo de balonmano, con mis primeras zapatillas deportivas y camiseta distintiva. Acudíamos al cine del colegio, a certámenes de teatro... Conocimos bien la ciudad, que visitábamos con frecuencia. Allí gasté el primer dinero en un libro que nadie me había obligado a leer (La lengua y el hombre) y en revistas especializadas sobre literatura.

Seguí aprendiendo a convivir con gentes de otros lugares (y a tocar la guitarra), a oír sus dejes, su formas peculiares de tratarse -como los primeros hijoputa que se dedicaban algunos amigos andaluces, y que tanto me sorprendían-.

En fin, se pasó el bachillerato y aquel COU que me encaminaba hacia la filología y la literatura. Con ganas de entrar en la universidad, pero muy joven y desorientado; difícil decisión: dieciséis años no era una edad para empezar una etapa que debía resultar clave. Y menos en 1975.

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