viernes, 25 de febrero de 2011

TODO LO QUE APRENDÍ. LIBROS Y FICHAS (II)


Así que, con nueve años, daba comienzo mi bachillerato en un nuevo colegio. Ahora también conocería un mayor número de profesores cada curso, especialistas en su materia, que trabajaban en torno al libro de texto o a los apuntes inmisericordemente dictados. Llegaron los deberes y los castigos (agresiones más bien: bofetones de buena mañana por no haber conseguido resolver un puñetero problema); desaparecieron los acosos, al menos en el centro; y aprendí a reaccionar mal ante el profesorado que esperaba que todo cayera por su propio peso, especialmente ante los de matemáticas, para los que la evidencia (está ahí, ¿no lo ves?) era la máxima con la que andaban por su vida.

Recuerdo con especial cariño aquellos libros de texto de ciencias naturales, excelentemente estructurados, aunque es muy probable que fuera el método y la cercanía del profesor los que los convirtieran en más atractivos. Los de lengua eran otro cantar: pasar, de golpe y porrazo, al análisis morfológico y sintáctico era también ejercer otro modo de violencia. De aquella Formación del espíritu nacional, desarrollada a golpe de dictado, tan solo recuerdo las interrupciones de un compañero para que el profesor diera más detalle sobre conceptos tales como dictadura (entonces, ¿en España qué hay?), sindicatos o que nos comentara lo que había pasado en Francia en 1968 (lo juro), interpelaciones que rápidamente eran interrumpidas por el profesor con el socorrido seguimos con el dictado. Para las clases de gimnasia ya se nos obligaba a utilizar pantalón corto y camiseta, pero de las tablas no nos libraba nadie. La educación artística seguía basándose en trabajos manuales (ay, el puto celo) y en enormes láminas con dibujos de ciervos, conejos y sillas para copiar, si querías como si no y allá te las vieras, sin que jamás -al menos en mi caso- el profesor me indicara cómo debía acometer el trabajo.

No recuerdo gran cosa de mi aprendizaje en los dos primeros años del bachillerato que pasé en aquel colegio, salvo la cantidad de cosas que he ido olvidando. Preguntar y dialogar, muy poco; trabajar en equipo debía estar mal visto; desde ahora, lo que realmente interesaba era sacar la mejor nota posible en los exámenes: llenar y vaciar, memorizar y olvidar. Ese era el camino que me esperaba en los próximos diez años. Seguía leyendo tebeos y las revistas o periódicos que podían llegar a casa. Seguíamos citándonos con los del barrio vecino para solventar nuestras diferencias -ya lo he dicho: hasta la primera sangre o hasta que le diéramos a una señora que pasara por allí-; pero, sobre todo, había mucha calle, mucho correr, y mucho imaginar para combatir el aburrimiento. En aquel primer año me hice inseparable de la guitarra que desde niño había visto trastear a mi padre. Aprendí antes a afinarla que a colocar acordes, pero, cuando muchos años después, acudía a un conservatorio, no la elegí.
Los dos años siguientes los pasé en una de las que entonces se llamaban universidades laborales. Me he preguntado siempre cuál fue el alcance de aquellos dos años en mi formación. Lo cierto es que llegué un poco descolocado. Era la primera vez que me despegaba de mis padres. Volvieron las experiencias de malos tratos. Y las clases... las clases me trastocaron los esquemas: con mesas que se agrupaban para que los alumnos pudiéramos ayudarnos; con libertad para levantarse sin pedir permiso al profesor; con libros de texto de varias editoriales que se hallaban a disposición de todos y de nadie en particular; fichas verdes, amarillas y blancas que te dirigían el trabajo. La actividad individual en el aprendizaje era vertiginosa -había que estar muy espabilado- y a veces caótica. Aunque con cierto grado de angustia, en aquellos momentos empecé a llevar las riendas de la organización de mi aprendizaje.

Curiosamente, empecé a tomarle cariño a las ciencias: a la química -en mi vida he vuelto a encontrarme unos laboratorios como aquéllos-, a la física -donde descubrí que con mis explicaciones mis compañeros aprobaban, y tal vez ahí se me pasó por primera vez dedicarme a la enseñanza-, a las matemáticas, donde hacíamos muchos ejercicios, pero bien dispuestos en su grado de dificultad. Me encontré con la literatura y la vida de los escritores, por medio de unos profesores que desnudaban su emoción, aunque algunos seguían sin acertar con las lecturas obligatorias: Ayax y Trafalgar se me atragantaron de tal manera que solo pude superarlo con las aventuras del Capitán América y compañía.

Di los primeros pasos de latín, aunque me enteré de bien poco. La educación física era otra de las joyas de aquel centro: instalaciones y buenos profesionales te iniciaban en deportes de equipo e individuales que jamás habrías pensado en practicar; eso sí, las competiciones seguían reservadas para la élite de los más habilidosos, aunque yo sabia en mi fuero interno que llegaría mi oporunidad.

Solíamos hacer excursiones. Muchas de ellas, a Valencia, a ver algún museo. Después de comer, nos solían dejar solos en Viveros y, no sé cómo, terminábamos en el barrio chino -como lo leen; ríanse ustedes de los peligros de la navegación por Internet-.
Conocí gente de todo el país, con sus formas distintas de hablar, con sus maneras de ser, con sus músicas y sus cantes -y yo ahí, viendo cómo tocaban la guitarra- ...

Sin embargo, el internado supuso el golpe de gracia para mis relaciones en el barrio y ya nada volvió a ser lo mismo. Luego llegó el momento de elegir entre la opción de letras o la de ciencias, decisión que hube de tomar solo, con trece años. Si hubo orientación expresa, no la recuerdo. Daba comienzo el bachillerato superior y volverían a cambiar los modelos de aprendizaje.


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