miércoles, 23 de febrero de 2011

TODO LO QUE APRENDÍ. PRIMERAS LETRAS (I)

A menudo se oyen afirmaciones que, a modo de sentencias, aspiran a convertirse en máximas pedagógicas o antipedagógicas, llegando algunas a ser el punto de partida de un exitoso libro. Estas son del tipo: todo lo que aprendí lo aprendí en el parvulario o todo lo que aprendí lo aprendí fuera de la escuela.

Intentaré cambiar de estilo y contar sucintamente lo que aprendí y lo que dejé de aprender, lo que me enseñó la vida fuera de la escuela y lo que ésta hizo por mí. Utilizaré para ello el apunte biográfico, que dividiré en varios post.

Aprendí a leer muy pronto. Supongo que me enseñaría mi madre, como el que no quiere la cosa. A los cuatro años fui a parar a una escuela no oficial, que había puesto en su casa un señor con vocación de desasnar temprano. El caso es que la primera vez que vi una cartilla de lectura ya juntaba la i con la gle y con la si y con la a (el diptongo me venía grande). A escribir aprendí también rápidamente. En aquellas tardes calurosas y valencianas hacía, sobre todo, ristras de efes, que era en lo que más flojo iba. Digo que aprendí rápidamente porque aún guardo en mi recuerdo la primera azotaina que me dio aquel primer maestro/instructor que tuve: la culpa fue de las puñeteras efes que yo hacía sinistrógiras –esto y su significado lo supe después, claro-, y habían de hacerse comme il faut, que era aquí como Dios manda. El resultado de todo ello fue que en cuanto tuve ocasión de que nadie me enmendara la plana, las jodidas efes volvieron a girar a la izquierda y jamás estuve tentado de darles otra dirección.


Los primeros libros que tuve entre mis manos fueron una biografía de Oliver Cromwell, edición de 1929, que al parecer debió marcar mi republicanismo futuro, y los Santos Evangelios, que, al contrario, consiguieron alejarme de la exégesis religiosa. Pero, en realidad, lo que más leí en aquellos primeros años fueron tebeos que cada domingo mi madre nos compraba en el kiosco para que, además, nos estuviéramos quietos en la habitación mientras ella hacía la casa. La mecánica de las llamadas cuatro reglas también la adquirí muy pronto: además de ristras de efes, nos hinchábamos a cuentas, de tal modo que al ingresar en la escuela oficial, resultó que dominaba las divisiones por dos cifras. De música, más bien poco. En cierta ocasión la maestra nos señaló que tenía que ponernos una nota. Uno a uno fuimos desfilando hasta la tarima. Ante ella debíamos demostrar nuestras capacidades cantando o tarareando, pero haciendo algo. Yo, que siempre he tenido buen oído para entonar, pero escasa gracia para elegir, canté el himno español. Aprobé con buena nota. Ese, junto con el Con flores a María, es el único recuerdo musical de mis primeros años de escolar. La religión me asustó desde el primer día. Yo creo que aquellos libros eran máquinas de descreer. La historia de Abraham y el cordero la consideré tremebunda y áspera para mentes infantiles. Pero, ¡hombre de dios!, ¿cómo se te ocurre contarles esa historia a los niños: (Dios) Coge a tu hijo y sacrifícalo en mi nombre. ¿Pero qué culpa tenía el pobre Isaac? Qué ceguera la de aquel padre ¿Y Dios? Como para fiarse.

De la gimnasia mejor no hablar. Mi primera incursión en el fútbol fue desafortunada pues provoqué un penalti nada más entrar en juego. Los compañeros, lejos de quitarle importancia al asunto, eso le puedo pasar a cualquiera, casi me linchan. Meses después, cuando probé el balonmano a veinte, cedí la pelota al portero que estaba en su área. Tardé años en volver a participar en un deporte de equipo. Lo peor de todo, sin embargo, eran las malditas manualidades, el dibujo, el uso del color… Todavía hoy no he podido superarlo y aun hoy sería capaz de enredarme con el celo, cortarme con una tijera o sostener con vehemencia que el lila, el morado y el violeta son la misma cosa.

De las habilidades sociales y de mi trato con los demás hablaré en dos sentidos. Recuerdo aquellos primeros maestros y su cariño, tanto como la admiración que yo sentía por ellos. Pero todo empezó a torcerse desde el mismo momento en que algunos de aquellos profesores decidieron que yo debía de promocionar a cursos superiores independientemente de la edad. Y fue entonces cuando la cagamos, creo que para siempre, en todos los aspectos. A ciertos sujetos no debió parecerles bien codearse con un llorica y un tímido que no sólo les disputaba los puestos de preferencia en el ranking de los listos, sino que además iba provocando penaltis por el mundo. Así que el acoso, que entonces no tenía tal nombre, comenzó rápidamente en el colegio y en el barrio, a la par que, sin saber cómo, me fui quedando sin amigos. Por otra parte, para lo relativo a ciertos procesos cognitivos y de evolución psicológica, Piaget era picador. Empezaba a tener problemas con algunos problemas matemáticos problemáticamente planteados. Más adelante, la cosa se agudizaría.

Así pues, pasé el examen de ingreso a lo que se llamaba bachiller elemental sabiendo cosas, a lo mejor más que la media, pero incompetente para muchas más: para la plástica, para relacionarme, para hablar, para preguntar, para la metáfora… Todo ello sin contar con los imponderables físicos, psíquicos, familiares o del entorno, en que se desenvolvía mi educación. Un entorno donde la calle y los juegos, a pesar de todo, era lo habitual. Allí hasta se tenía algún trato con las chicas, de las que no sabíamos a ciencia cierta si iban a la escuela como nosotros; cosas de la educación diferenciada que tendría sus implicaciones en tiempos de universidad. Ah, la vida en la calle hasta que anochecía, corriendo, jugando, midiendo fuerzas a pedradas un tanto salvajemente...

En aquellos años de primeras letras siguió aumentando mi amor por saber, por aprender. En realidad, esas ganas venían de mucho antes aunque no supiera precisar desde cuándo. Disfrutaba con el olor de los libros nuevos, me gustaba estrenar una nueva libreta o un lápiz. Disfrutaba escudriñando cada libro, cada revista que caía en mis manos. Tenía también tiempo para no hacer nada, para pensar acaso mirando el techo.

El cambio de colegio supuso otra forma de enfrentarme a mi aprendizaje. Llegaban los exámenes y los suspensos, los profesores excelentes y los que más valía que se hubieran dedicado a hacer de gestores (ah, no, que ya se dedicaban). Pero eso es asunto de otro post.



1 comentario:

Pepe Luis dijo...

Esperando la continuación.
Un abrazo.