Si quieren poner a prueba las capacidades de sus alumnos para
pensar y tal vez pensar con habilidad, propónganles un tema de diálogo actual,
el de las corridas de toros, y un punto de partida problemático: el del
maltrato animal.
El diálogo puede prestarse a la argumentación fácil y falsa,
carente de lógica en muchas ocasiones, porque el asunto está preñado de lugares
comunes y seguramente escuchados en las conversaciones de las personas mayores:
las corridas de toros mueven mucho dinero, las corridas de toros generan muchos
puestos de trabajo, los toros han nacido para morir en la plaza y por ello
viven a cuerpo de rey, son un espectáculo artístico o forman parte de la
tradición y la fiesta.
Como decíamos, el punto de partida siempre debe ser el de la
problematización respecto a la cuestión presentada. La corridas de toros pueden
presentar problemas filosóficos que tienen que ver con la tradición, con el
arte, con la fiesta, con el trabajo (no sé si con el PIB). Pero si obviamos el punto
de partida clave, el del maltrato animal, todo lo que viene detrás eludirá,
todo lo hábilmente que se quiera o pueda, esa cuestión central.
Hagan la prueba y, llegado el momento, dejen caer la pregunta
de si dar puyazos, clavar banderillas, estoquear y apuntillar en su caso, puede
considerarse maltrato animal. Si esto es algo que no parece quedar claro entre
personas formadas, ¿qué podemos esperar de los niños? Curiosamente, por una u
otra vía, por uno u otro argumento falaz, los niños intentan llegar a esos
mismos tópicos que exponen sus mayores. Es verdad que cierto tipo de intuición
sobrevuela sus cabezas (solo una sospecha) y la mayoría de ellos parece aceptar
que el maltrato existe. Lo que, sin embargo, no se compadece bien con ese
maltrato es el cúmulo de circunstancias que permiten contemplar las corridas de
toros como algo que siempre ha estado ahí: acudo a verlas con mis padres,
disfruto estando con mis amigos en ellas, es algo legal y permitido, es un
momento de fiesta. ¿Cómo puede ser malo algo así?
Y he aquí la importancia de la reflexión dirigida hacia la
cuestión verdaderamente problemática, por una parte, y el valor que debe
atribuirse a la educación, por otra. Cuando en asuntos de especial gravedad
(maltrato del tipo que este sea, acoso, conductas contrarias a la convivencia,
por ejemplo) se desenfoca el objetivo sobre el que se disputa, no conseguimos
más que promover un lugar de mero encuentro de opiniones; y aun siendo
importante este intercambio, resulta a todas luces insuficiente por cuanto no
se produce una verdadera investigación filosófica mediante actitudes y
mecanismos (habilidades) que nos permitan, por un lado, dilucidar nuestras
posiciones al respecto de una cuestión, como, por otro, avanzar en el desarrollo
moral del niño; desarrollo que no parece estar acabado y que, a las edades que
nos referimos (11-12 años), se situaría en un nivel convencional: el buen
comportamiento, el comportamiento útil que es aprobado por los demás, el que
sostiene la autoridad y el orden social (por cierto, elementos que no están muy
lejos de ser la guía casi exclusiva de muchos adultos). Ahora bien, ¿cómo se
aprende a dirigir el foco y cómo se contribuye a ese desarrollo moral? Por una
parte, es necesario entrenar esa habilidad, que debería ser la primera, esto
es, la de declarar el asunto sobre el que vamos a hablar y despejar todo
aquello que nos impide ver; por otra, avanzar en la definición de los valores
morales y los principios culturales con los que estamos de acuerdo, y para eso
sólo cabe el diálogo que permita desbrozar la jungla de cuestiones erróneas.
En consecuencia, hablar de toros no es solo activar
habilidades de pensamiento sino que puede decir mucho del desarrollo moral de
una persona. Hablábamos de la educación, pero esta no puede ceñirse al ámbito
reducido de la escuela. La ayuda de la sociedad educadora es más urgente si
cabe. Las familias y poderes públicos que basan su horizonte moral en la
tradición, la mera utilidad, la impermeable legalidad (o el PIB, si me apuran),
no pueden confiar en que solo la escuela pueda lidiar con los cambios efectivos
en la forma de pensar de nuestros alumnos. Sucede que si familias y poderes
públicos son permisivos con ciertos problemas (léase consumo de alcohol,
maltrato animal u otros), difícilmente puede arrogarse la escuela la capacidad
para avanzar en un desarrollo moral más elevado; sencillamente, es luchar
contra molinos de viento por mucho que entrenemos a los alumnos a montar a
caballo y a sostener una lanza; tanto más cuanto antes no advertimos que el
verdadero problema eran las aspas del molino.
El aumento del desinterés de nuestros jóvenes por las
corridas de toros es una buena noticia. El empeño de asociaciones taurinas,
profesionales y particulares para que la afición a los toros cale entre los
niños es deplorable. Ese querer ensalzar las supuestas virtudes de la fiesta en
nada favorece el desarrollo moral más elevado. Jugar la carta, además, de
presentarlas al modo pedagógico (talleres, charlas, cómics, cuentos, juegos y
videojuegos...), dirigiéndolos hacia una única meta, es tramposo.
La escuela, como no puede ser de otra manera, ha de desvelar
las propuestas que nos empequeñecen como personas y rebelarse contra lo que no
nos permite crecer como sujetos morales. Soy de la opinión, no obstante, de que
el alumno debe contrastar argumentos y ser capaz de elegir en un momento dado.
Sin concesiones. Pero también soy consciente de las limitaciones de la escuela,
cuando se promueven acciones que tocan directamente el lado lúdico de los
jóvenes. Y es que entre un diálogo profundo y un videojuego no hay color. Dónde
va a parar.