domingo, 16 de mayo de 2010

"CALIFICAR, CLASIFICAR, CASTIGAR"

Una expresión de malestar de un compañero respecto a la evaluación (@jlcastilloch en twitter) me ha recordado unas páginas que tenía marcadas sobre Foucault. No puedo estar más de acuerdo y mi interpretación va por ese camino: calificar es clasificar, evaluar es clasificar, comparar productos o procesos es clasificar. Es, en defititiva, colocar a cada uno en su sitio: en su clase, en sus aspiraciones, en sus proyectos... Eso, quiéranlo o no, conduce al castigo externo y visible, por un lado (expulsión del sistema, repeticiones...), y al interno y más difícil de detectar, por otro: culpa, ansiedad, depresión, inacción... Lo único que podemos hacer es minimizar el daño. Pero no sólo el que dirigimos al alumnado, sino el que nos provocamos a nosotros mismos. La evaluación es un arma de doble filo que hiere también al que la maneja. Y cada cual se cuida mucho de utilizarla de modo que no le duela (y algunos le ponen mango para jugar con ventaja). De ahí la dificultad de ponernos de acuerdo, de estandarizarla, de convertirla en el eje exclusivo (como bien se cuidan de repetir ciertos inspectores) de toda educación. Propone @jlcastilloch los tags #acogedor y #evaladebate en twitter. Es verdad, la evaluación, a pesar de la tesis de negatividad que le adjudico, ha de ser, para empezar, acogedora.

N.B.: En mi primer año de carrera, un profesor pidió que nos autoevaluáramos un examen y esa sería la nota que nos pondría. Un compañero, tan excelente estudiante como provocador y bromista impenitente, se suspendió a sí mismo a pesar de que el desarrollo de su prueba había sido brillante. El profesor no podía entender la situación: uno, "que me suspendas"; el otro, que "te tengo que aprobar". En realidad, siempre vi más apurado al profesor. Este trabajó sin mango y supo que el arma (en este caso utilizada en una situación algo absurda) se le volvía en contra.

P.D.: Absténganse los que quieran dejar comentarios del tipo "evaluación sumativa, formativa, etc. etc." Lo que nos duele no es el apellido, es lo que provoca (en unos y en otros).

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